Cuándo Es Bueno Y Sano Tener Esperanzas.
Extracto
de “EL HOMBRE EN BUSCA DE SENTIDO” de VÍCTOR
FRANKL páginas 79. 80. 81
…El
prisionero que perdía la fe en el futuro —en su futuro— estaba condenado. Con
la pérdida de la fe en el futuro perdía, asimismo, su sostén espiritual; se
abandonaba y decaía y se convertía en el sujeto del aniquilamiento físico y
mental. Por regla general, éste se producía de pronto, en forma de crisis,
cuyos síntomas eran familiares al recluso con experiencia en el campo. Todos
temíamos este momento no ya por nosotros, lo que no hubiera tenido importancia,
sino por nuestros amigos. Solía comenzar cuando una mañana el prisionero se
negaba a vestirse y a lavarse o a salir fuera del barracón. Ni las súplicas, ni
los golpes, ni las amenazas surtían ningún efecto. Se limitaba a quedarse
allí, sin apenas moverse. Si la crisis desembocaba en enfermedad, se oponía a
que lo llevaran a la enfermería o hacer cualquier cosa por ayudarse.
Sencillamente se entregaba. Y allí se quedaba tendido sobre sus propios
excrementos sin importarle nada.
Una
vez presencié una dramática demostración del estrecho nexo entre la pérdida de
la fe en el futuro y su consiguiente final. F., el jefe de mi barracón,
compositor y libretista bastante famoso, me confió un día:
"Me
gustaría contarle algo, doctor. He tenido un sueño extraño. Una voz me decía
que deseara lo que quisiera, que lo único que tenía que hacer era decir lo que
quería saber y todas mis preguntas tendrían respuesta. ¿Quiere saber lo que le pregunté?
Que me gustaría conocer cuándo terminaría para mí la guerra. Ya sabe lo que
quiero decir, doctor, ¡para mí! Quería saber cuándo seríamos liberados
nosotros, nuestro campo, y cuándo tocarían a su fin nuestros
sufrimientos." "¿Y cuándo tuvo usted ese sueño?", le pregunté.
"En
febrero de 1945", contestó. Por entonces estábamos a principios de marzo.
"¿Y
qué le contestó la voz?"
Furtivamente
me susurró:
"El
treinta de marzo."
Cuando
F. me habló de aquel sueño todavía estaba rebosante de esperanza y convencido
de que la voz de su sueño no se equivocaba. Pero al acercarse el día señalado,
las noticias sobre la evolución de la guerra que llegaban a nuestro campo no
hacían suponer la probabilidad de que nos liberaran en la fecha prometida. El
29 de marzo y de repente F. cayó enfermo con una fiebre muy alta. El día 30 de
marzo, el día que la profecía le había dicho que la guerra y el sufrimiento
terminarían para él, cayó en un estado de delirio y perdió la conciencia. El
día 31 de marzo falleció. Según todas las apariencias murió de tifus.
Los
que conocen la estrecha relación que existe entre el estado de ánimo de una
persona —su valor y sus esperanzas, o la falta de ambos— y la capacidad de su
cuerpo para conservarse inmune, saben también que si repentinamente pierde la esperanza
y el valor, ello puede ocasionarle la muerte. La causa última de la muerte de
mi amigo fue que la esperada liberación no se produjo y esto le desilusionó
totalmente; de pronto, su cuerpo perdió resistencia contra la infección
tifoidea latente. Su fe en el futuro y su voluntad de vivir se paralizaron y su
cuerpo fue presa de la enfermedad, de suerte que sus sueños se hicieron finalmente
realidad.
Las observaciones
sobre este caso y la conclusión que de ellas puede extraerse concuerdan con
algo sobre lo que el médico jefe del campo me llamó la atención: la tasa de
mortandad semanal en el campo aumentó por encima de todo lo previsto desde las
Navidades
de 1944 al Año Nuevo de 1945.
A su entender, la explicación de este aumento no estaba
en el empeoramiento de nuestras condiciones de trabajo, ni en una disminución
de la ración alimenticia, ni en un cambió climatológico, ni en el brote de nuevas
epidemias. Se trataba simplemente de que la mayoría de los prisioneros había
abrigado la ingenua ilusión de que para Navidad les liberarían. Según se iba
acercando la fecha sin que se produjera ninguna noticia alentadora, los
prisioneros perdieron su valor y les venció el desaliento. Como ya dijimos
antes, cualquier intento de restablecer la fortaleza interna del recluso bajo
las condiciones de un campo de concentración pasa antes que nada por el acierto
en mostrarle una meta futura. Las palabras de
Nietzsche:
"Quien tiene algo por qué vivir, es capaz de soportar cualquier cómo"
pudieran ser la motivación que guía todas las acciones psicoterapéuticas y
psicohigiénicas con respecto a los prisioneros. Siempre que se presentaba la
oportunidad, era preciso inculcarles un porque —una meta— de su vivir, a
fin de endurecerles para soportar el terrible como de su existencia.
Desgraciado
de aquel que no viera ningún sentido en su vida, ninguna meta, ninguna
intencionalidad y, por tanto, ninguna finalidad en vivirla, ése estaba perdido.
La respuesta típica que solía dar este hombre a cualquier razonamiento que
tratara de animarle, era: "Ya no espero nada de la vida." ¿Qué
respuesta podemos dar a estas palabras?
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